SIMPLEMENTE UN HOMBRE, GUARDIA CIVIL


Recuerdo hace más de 36 años mi destino a San Sebastián, 543ª Comandancia si mal no recuerdo. El tren salió de la estación de Chamartín. Junto a mi amigo de la pubertad y compañero también guardia civil, pedimos voluntarios desde la academia y en aquel tren medio adormilados, observamos desde Alsasua como entraba por el Goyerri guipuzcoano el ferrocarril, parecido una serpiente sinuosa de hierro entre las curvas, al entrar ya amanecido, en aquella niebla densa de aquel principio del año 1976.

Los destinos nos separaron de unidades, yo en el puesto de la compañía y él en el puesto de la línea, ambos en el Goyerri y cerca el uno del otro. Con el tiempo él sufrió dos atentados, que por fortuna hoy puede contarlo. Yo tuve más suerte y en ocho años de ametrallamientos, bombas y tiros en la nuca, la fatalidad no pasó por mis carnes, si por la de mis compañeros. Muchos nos libramos y otros regresaron a su tierra en ataúd.

Desde mi ingreso en el Cuerpo hasta ahora habiendo llegado a la Reserva, aún no ha terminado esa lacra, ahora dicen que dejarán las armas. Era bastante joven, negligente y atrevido. Un perro callejero que aún no sé cómo pude escaparme de esa quema, cuando asesinaron a muchos que no salían apenas del cuartel. Unas veces por mi temeridad, solía ir a los mismos lugares en el que me conocían más que al alcalde, otras me escabullía por Guipúzcoa para ser incontrolable y evitar la muerte de paisano. Pero de servicio nunca sabías cuando te iba a tocar la china. Esa bomba que al paso del Land Rover, te despedazaría en unos cuantos cachos de carne, o apostados en las lomas, con las metralletas Stein y cargadores de sesenta balas, te dejarían como a un colador.

Era hasta raro, que llevando la muerte encima todos los días, jamás desaparecía el humor y las bromas de los cinco que componíamos la patrulla. En aquel habitáculo estrecho del Land Rover lleno de señales de metal, si no te mataban los tornillos de la bomba, te mataban las propias señales que llevábamos para los controles. Hasta decíamos que por lo menos saldríamos en el telediario; al cabo tomatero novato, le decíamos que no se preocupara, que él saldría bien retratado como el Tío Sam con el puro en la boca, por sus vicios a los habanos. Los demás, con el tricornio de sustituto de almohada con la baraja en la mano y hasta alguno roncando.

Solo perdías las carcajadas con lágrimas en los ojos, al ver a tus compañeros inertes llenos de balazos asesinos, otros con un tiro en la cabeza y otros destrozados por las bombas.

Aunque no solo nos mataban a nosotros, también mataban a los civiles que le colgaban el San Benito de txivatos. Elegían a un cabeza de turco y al poco tiempo lo asesinaban por la espalda.

Allí observé a grandes compañeros y valientes como ellos solos. También a los cobardes que se escondían en las cantinas sin ver la calle ni en pintura y se llevaban todas las medallas, y allí también me engañaban triplicando servicios, sin saber si le estaba cubriendo el que le correspondía algún pelotas.

Me fui sin querer irme, había aguantado ocho años ¿Por qué no otros más? Me sentía como abandonar a mis compañeros en una batalla, pero mi familia era más fuerte y no podía permitir que mi mujer y mi hijo, siguieran viviendo en un cuartel condenado a los atentados como era Villafranca de Ordizia y quitarles el sueño a mis padres y hermanos. Ya estaba bien ochos exponiendo el pellejo.

Pasé del infierno al cielo de Andalucía con carácter preferente. Sin dejar que también observé niños que jamás tenían amistades en la calle, solo jugaban en el cuartel, vacíos, sin sonrisas y con gran soledad, eran hijos de guardias, de apestados y hasta a sus mujeres no les hacían caso en los comercios o las miraban también como a leprosas. Allí también observé con el ataúd de mis compañeros a cuestas camino de la Iglesia, como celebraban el asesinato desde los bares y con risas.

En Guipúzcoa pude observar la inhumanidad, el pueblo silencioso y cómplice, bajo el miedo. Nadie se quejaba de los terroristas, todos tenían pánico que les dieran el matarile, por decir una palabra en contra de los asesinos. Decir la verdad, costaba la muerte, como así asesinaron a un periodista. La boca cerrada bajo el miedo de las pistolas. Así consiguieron poco a poco la simpatía. Bajo el terror. El miedo es libre.
Desde aquel día que me fui de Ordizia y me despedí también de Tolosa, no he vuelto al País Vasco y mucho menos al Goyerri. No quiero volver a tener malos recuerdos. Algunas noches oscuras, sueño cosas raras, sueño con charcos de sangre, con muertes, con asesinos y hasta con el rostro risueño de mis compañeros que convivían conmigo, esos que no están y sus risas se quedaron allí con su juventud.

Y en esta noche madrileña sin tener apenas ganas de dormir, pienso ¿Si yo sueño esas cosas horribles que lo paso verdaderamente mal? ¿Qué soñarán y padecerán los familiares de las víctimas?

Qué tristeza era verlos venir al cuartel desde sus pueblos. Entraban despacio con lágrimas en los ojos y al acercarse al ataúd, los llantos eran enormes y era difícil si te tocaba en el relevo la hora cuando aparecían los familiares, estar firmes al lado de la caja con el tricornio en la mano izquierda en posición militar sin poder moverte, era todo un suplicio. Sus gritos, gemidos y sollozos se metían en tu cerebro y solo deseabas salir de allí, coger un cetme y matar a todos los parroquianos de ciertos bares, que con seguridad lo estaban festejando. Era inhumano aguantar firmes sin poder moverte. Quieto sin hacer nada, con su hijo muerto con mi compañero que ya no reirá. Ellos te miraban y preguntaban al cielo, que había hecho su hijo para que lo mataran. Te relevaban y te largabas al bar, a beber y a beber harto de tanta injusticia y harto de toda una España callada y mísera, que solo salió a la calle cuando asesinaron a un joven de Ondárroa. Miguel Blanco que en paz descanse. Pero nadie salió con manos blancas por mis compañeros, ni por sus familiares, ni por esos civiles que asesinaron a sangre fría disfrazándolos de soplones.

Hasta recuerdo el asesinato de un compañero y su novia en Ordizia, que hacía pocos días fue a verlo y si mal no recuerdo desde Algeciras. Decían en aquellos parajes, tras asesinar a la pareja cerca de una discoteca, que la chica era espía de la CIA. Americana hablando andaluz. Hasta donde llega la inhumanidad y la justificación a los asesinos. Pero no quiero seguir escribiendo, me pone verdaderamente enfermo recordar aquella tierra insana llena de enfermos mentales.

Ayer vi la televisión de las pocas veces que la veo. Entrevistaban a gente de Donosti. Todo el mundo está alegre por la noticia. Cuando antes se alegraban mirando los ataúdes de mis compañeros camino de la Iglesia.
¿Si yo sueño cosas raras? ¿Qué sueñan Dios mío los familiares de las víctimas? ¿Quién les podrá quitar ese dolor perpetuo? ¿Rubalcaba gimiendo? ¿O llora de satisfacción creyéndose que él ha puesto todo para acabar con los asesinos?

Yo sé de sobra quienes han puesto más en esta historia; las víctimas y sus familiares y después todos los cuerpos policiales, incluidos los franceses. Los demás han buscado la paz, desde sus despachos, nunca al pie del cañón y con coches blindados y escoltas, cuando a nosotros nos asesinaban en un Land Rover, lleno de señales metálicas y de miseria.



No se quienes son más asesinos, si los que aprietan el gatillo, o los que a cambio de votos, asesinan el recuerdo nuevamente a las víctimas.


La semana pasada en una entrevista que le hacen al "químico" (el candidato), decía que con ZP (13) hubo menos muertos que con Aznar (68), pero no dice nada de los 390 que tuvo González. Que bajeza democrática tiene este personajillo, sin contar con la falta de humanidad. Serpiente venenosa y engañadora, te llamo yo. Rufián y amoral, también te lo llamo yo. No sé si te parieron o te cagaron, deshecho inhumano.

Yo no quiero a este individuo bucanero, sátrapa, sin corazón ni entrañas,  ni de diputado y menos aún de presidente, que se vaya a la mierda y deje a los que dieron la vida por España y por los españoles en paz

José Cuevas,









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