PEQUEÑO HOMENAJE A ORTEGA Y GASSET


A tan sólo 10 días para el aniversario de su fallecimiento (18 de octubre de 1.955), me pareció oportuno exponer alguna idea de nuestro gran pensador. Señalaba que la Filosofía es el saber que se encarga de acercarnos al Ser Fundamental, que es precisamente su objetivo primero. "Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo" decía Ortega y Gasset. Pensaba que el hombre era el problema de la vida. Vivir es tratar con el Mundo, actuar en él y ocuparse de él. Vivió el perspectivismo y para él significaba que había muchos conceptos o perspectivas posibles que determinan cualquier juicio de verdad posible, pero no creyó que todas las perspectivas fueran igualmente válidas.

 A pesar de adentrarse en la política, sólo duró un año y, a fe mía que no se lo agradecieron bien.


Cuando comenzó la Guerra Civil Española en julio de 1.936, Ortega se encontraba enfermo en su domicilio. A penas tres días tras el comienzo de la contienda, se presentaron en su domicilio varios comunistas armados con pistolas que le exigieron su firma al pie de un manifiesto contra el Golpe de Estado y en favor del Gobierno Republicano. Ortega se negó a recibirlos y fue su hija la que en conversación con ellos, consiguió convencerlos de redactar otro texto muy corto y menos politizado y que acabó siendo firmado por Ortega, junto con Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y otros intelectuales. En ese mismo mes y a pesar de su grave enfermedad, huyó de España, gracias a la protección de su hermano Eduardo y se exilió en París, Países bajos y Argentina, hasta que en el año 1.942 fijó su residencia en Lisboa. Donde más se le reconoció fue en Alemania, ahí si que valoraron su verdadero prestigio.

Veamos lo que dice y piensa sobre Hegel, con lo que desde luego estoy muy de acuerdo. A veces tenemos grandes hombres y mujeres en España y no les damos la importancia que realmente se merecen. De aquí mi pequeña aportación a recordarlo:

«Hegel era un emperador del pensamiento. Es un caso curioso de archi-intelectual, que tiene, no obstante, psicología de hombre de Estado. Autoritario, imponente, duro y constructor. Su alma no se parece nada ni a la de Platón ni a la de Descartes, ni a la de Spinoza, ni a la de Kant. La casta de su carácter le sitúa más bien en la línea de César, Diocleciano, Gengis-Khan y Barbarroja. Y no es que fuese uno de estos personajes aparte de ser un pensador, sino que lo fue precisamente como pensador. Su filosofía es imperial, cesárea, gengiskhanesca. Y así ocurrió que, a la postre, dominó políticamente el Estado prusiano, dictatorialmente, desde su cátedra universitaria. Ya digo que es un caso único en la historia de la filosofía. Lo habitual ha sido que cuando un filósofo pretende ser político le pase lo que a Platón. Salió ingenuamente a reformar el Estado de Dionisio, y pocos meses después tuvieron que comprarlo en un mercado de esclavos, a fin de rescatar su divina persona, caída en tan extrema desventura.
Hegel es un emperador del pensamiento en un sentido radicalmente distinto y mucho más sustancioso de lo que ha imaginado al pronto el listísimo lector. En ninguna de sus obras trasparece tanto ese carácter –organizador de grandes masas y duro para la carne de cañón– como en esta Filosofía de la Historia Universal.
Hegel ha sido uno de los últimos filósofos para quienes el universo es algo real. Después de él vino el diluvio del fenomenalismo en todas las formas, formatos y variantes posibles. Como ahora sentimos –y no sólo sentimos– la urgencia de redescubrir la realidad tras de los meros fenómenos, más allá de todo relativismo, el contacto con Hegel, ya que no nos conquista, nos corrobora. La realidad universal que descubre fue llamada por él Espíritu. Este no es otra cosa que aquello que se conoce a sí mismo. Y como el que se conoce a sí mismo no es más que eso, no se puede diferenciar de otro que posea la misma condición. El saberse del uno es idéntico al saberse del otro; por tanto, no hay más que un Espíritu, una única realidad absoluta. Todo lo demás es real sólo como miembro y elemento de ese Espíritu, que, consistiendo en un conocerse, consiste en una actividad, en un movimiento y esencial agilidad que le lleva del ignorarse hasta el saberse. Va, pues, pasando de idea en idea hasta arribar a la idea completa de sí, hasta volver en sí, como un gerifalte que vuelve al puño, si el puño fuese un gerifalte. Este vuelo de idea en idea no es caprichoso, constituye un itinerario forzoso, rígido –es un proceso lógico. La Lógica de Hegel desarrolla este proceso ideal, que, de etapa en etapa, aclara ante sí mismo, desvela y revela al Espíritu. El concepto con que empezamos se perfecciona en otro; éste, a su vez, en otro, y así, sucesivamente, en cadena de diamante, en disciplina dialéctica, que nos aprisiona, para al cabo dotarnos de suma libertad. Como el Espíritu no consiste en otra cosa que en conocerse, y lo logra idealmente en este proceso lógico, quiere decirse que él es este proceso mismo, que es, por tanto, evolución conceptual; concepto que se va transformando y enriqueciendo, como el árbol evoluciona, por íntimo despliegue, desde ser simiente hasta ser árbol.
Resulta, pues, que para Hegel la última realidad del universo es por sí evolución y progreso; consecuentemente, que lo cósmico es, desde luego, histórico. Sólo que la expresión propia de aquella evolución absoluta es la cadena de la Lógica, la cual es una historia sin tiempo. La historia efectiva es la proyección en el tiempo de esa pura serie de ideas, de ese proceso lógico. Cada uno de sus estadios adquiere al fijarse, al acaecer en un instante del tiempo, cierta existencia aparte. Y la serie temporal de estos acontecimientos evolutivos del Espíritu es la historia universal. Cada estadio lógico es vivido, representado, ejecutado por algún gran pueblo –Egipto, Persia, Grecia, Roma, etc.–, que de este modo, como momento necesario en el autoacontecimiento del Espíritu universal, adquiere un sentido, un valor absoluto.
Hay en la filosofía histórica de Hegel la ambición de justificar cada época, cada etapa humana, evitando la indiscreción del vulgar progresismo que considera todo lo pasado como esencial barbarie. Así pensaban en el siglo XVII y XVIII, para quieres razón e historia son antitéticos –por ser la historia, es decir, lo que ha pasado antes del advenimiento de la “raison”, una pura irracionalidad. Hegel quiere demostrar, por el contrario, que lo histórico es emanación de la razón, que el pretérito tiene buen sentido o, dicho de otro modo, que la historia universal no es una retahíla de inepcias, sino que en su gigantesca secuencia ha pasado algo serio, algo que tiene realidad, estructura, razón. Y para esto intenta mostrar que todas las épocas han tenido razón, precisamente porque fueron diferentes y aun contradictorias.
Pero esta ordenación de las edades y de los pueblos como estadios del Espíritu en su larga faena esencial de conocerse a sí mismo, no puede verificarse sino cuando, al cabo, logra el Espíritu terminar ese descubrimiento de sí propio. Esto –claro está– no aconteció hasta nuestros días, que son, que fueron, los de Hegel. Sólo desde el presente, y en función de lo que es para nosotros nuestra vida, cabe, según Hegel, justificar las edades pretéritas; sólo desde el espíritu de nuestro pueblo cabe dignificar a los espíritus de los pueblos antiguos. ¿Cómo? Mostrando que sin ellos nuestro presente no existiría, que fueron los escalones para que nosotros pudiéramos llegar a esta deleitable suma altura en que estamos y que somos. (El optimismo sin reticencia que esta actitud de Hegel revela es un buen punto de contraste para definir el cambio de sensibilidad que en los últimos años ha experimentado el alma “moderna”, sobre todo en Europa. El “moderno” no se cree ya tan ingenuamente la edad definitiva). En la filosofía hegeliana de la historia, todas las calificaciones y valoraciones del pretérito están calculadas en vista del presente como término de la evolución. Lo histórico es sólo el pasado. Nosotros somos su lucido resultado. “El Espíritu del mundo actual es el concepto que el Espíritu ha llegado a tener de sí mismo; él es quien posee y rige el mundo y es el resultado de los esfuerzos de seis mil años”.
A mí me abruma la cantidad de gratitud que esta idea me impone para esos seis mil años y esos miles de millones de hombres que se han fatigado en producirme. Pero ésta es la dimensión de ingenuidad que reside en el hegelismo –de ingenuidad y crueldad imperial. Es un pensamiento de faraón que mira al hormiguero de trabajadores afanados en construir su pirámide. A él debe el sistema de Hegel su carácter de sistema cerrado, sin evolución más allá de sí mismo, sin mañana. El presente, para Hegel, no es un tiempo cualquiera; es éste y sólo éste. Y por eso nuestro presente no cambiará en nada esencial, perdurará idéntico, sin preterir jamás. (El estado de espíritu de un Trabajo cuando edifica sus edificios eternos). [...] Y la defensa que de la filosofía hegeliana se ha hecho, diciendo que en ella misma está previsto el lugar que ella ocupa –ser la verdad de su época (como el rey que deja en el monumento preparada su tumba)– revela una aceptación de relativismo que pondría fuera de sí al imperial, al “absoluto” Hegel. Tal relativismo sería escepticismo. Esa verdad para un tiempo no es la verdad. [...]
Pasado, en Hegel, son sólo aquellos pueblos que formaron claramente un Estado. La vida pre-estatal es irracional, y Hegel, en su reacionalización de la historia, no llega a la generosidad de salvarla y justificarla toda. Es aún demasiado “racionalista”. Antes del Estado no hay historia, sino sólo prehistoria, la cual se ocupa del hombre naturaleza, sin auténtico pasado, como no lo tienen los átomos. Los pueblos primitivos, continentes enteros, no entran en la historia. “Son pueblos –dice– de conciencia turbia. Lo único propio y digno de la consideración filosófica es recoger la historia allí donde la racionalidad empieza a manifestarse en su existencia terrestre”.
¡Fuera, pues, los pueblos salvajes! Tras ellos comienza la historia propiamente tal; a ésta sigue el presente, que es la plena y estable cultura, que ya no es historia. ¿Cómo se las arreglarán los que vienen detrás? –preguntamos. Hegel se inquieta un momento cuando la realidad le plantea esta pregunta –que es el aldabonazo del futuro. Y esta pregunta se la hace América.
América coloca el pensamiento histórico de Hegel en una situación dramática, mejor aún, paradójica. [...] Lo paradójico es que Hegel no puede instalar a América –por ser un porvenir– en el cuerpo de su Historia universal. [...]
Pero la paradoja no radica en que Hegel elimine a América –repito, a un futuro– del cuerpo propiamente histórico, sino que, no pudiendo colocarla ni en el presente ni en el pasado propiamente tal, tiene que alojarla... ¿Dónde dirán ustedes? Pues en la prehistoria. [...]
La historia no comienza mientras no entra en escena el hombre espiritual; por tan, el Espíritu, consciente de sí mismo, con una conciencia muy tosca de sí, pero atento ya a sí. El síntoma de esto, para Hegel, es la existencia de un Estado. No sorprende este privilegio concedido por Hegel a lo político. Conocerse a sí mismo el Espíritu es caer en la cuenta de que es libre, de que existe una realidad insumisa a mandatos ajenos, dueña y señora de sí mismo, autónoma. Libre es el que se determina a sí mismo, el que se da a sí propio leyes. Ahora bien: la existencia en el universo de algo que merezca el nombre de Estado es la existencia de algo que da leyes y que no las recibe; por tanto, que se da a sí mismo sus leyes. En la naturaleza no existe nada parecido: cada cosa en ella está sometida a otra externa a ella; es por esencia esclava. La aparición del Estado es la iniciación de una realidad nueva, sobrenatural; es el anuncio de que nace un orbe cuya sustancia es Libertad. Es el orbe histórico o sobrenatural, cuya vida y evolución no consiste en más que en un “progreso de la conciencia de libertad”.»

[Ortega y Gasset, José: “Hegel y América”. El espectador VII  (1930), en Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, vol. II, p. 563-570]

José Cuevas,



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