MEMORIA EN SU MEMORIA (III)


LOS PRESOS, LAS CARCELES Y SUS GUARDIANES.

Comienza el hambre en la población civil ya a partir del mes de diciembre de 1.936. En Madrid se padecía verdadera escasez, no sólo por la falta de alimentos, sino que era casi peor la falta de combustible. Mujeres que se ponían a la cola a las dos de la madrugada y a las diez o las once de la mañana no habían podido adquirir ni dos kilos de carbón. Las tiendas de comestible abrían en su mayoría, pero no tenían casi género. La gente se debía de conformar con pan y cierta cantidad de arroz. El aceite y el azúcar se expendían en cantidades mínimas. Luego también empezó a faltar el pan. La primera vez que Felix Schlayer estableció contacto con una cárcel fue a finales de septiembre de 1.936, cuando acudió a visitar al Abogado de la Legación Noruega, Ricardo de la Cierva, en la llamada cárcel Modelo de Madrid, única cárcel masculina oficial. El ingreso de presos siguió en aumento y no era ya la Policía, sino el “pueblo libre” el que, con arreglo a su parecer, detenía a unos y a otros. Con frecuencia era suficiente llevar cuello y corbata para quedar detenido. Las seis cárceles al final habilitadas tampoco eran suficientes para saciar la locura persecutoria que continuó siendo el rasgo característico de toda la revolución.

También se hacían “cárceles privadas” en sótanos de diversos edificios, incautados a particulares. Nadie controlaba estas cuevas de bandidos, nadie sabía de la identidad de los hombres y mujeres que allí languidecían injustamente, sin poder hacer valer sus derechos, sin perspectivas de liberación y sin que nadie frenara la brutalidad de sus “propietarios”. Aunque no hubieran cometido más delito que este inaudito abandono del poder del Estado ante los peores instintos del populacho, ya es suficiente para que los gobiernos españoles del Frente Popular se ganasen la condena general.

El 22 de agosto de 1.936 una “tropa” de delincuentes comunes, vestidos de milicianos, irrumpió en la cárcel Modelo, con el pretexto de efectuar un registro en busca de armas; despojaron a cada uno de los presos de todos sus objetos de valor, relojes, anillos de casados, plumas estilográficas y se llevaron todo ello, metido en sacos. Quemaron las oficinas del establecimiento apropiándose asimismo de todas las cantidades de dinero existentes y quemaron los libros para evitar cualquier reclamación posible por parte de los despojados. Dado que estos sumaban más de 4.000, puede uno hacerse a la idea del brillante éxito de la “meritísima operación anticapitalista”.

La checa de la calle de Alcalá se mantuvo en servicio sólo durante poco tiempo, pues pasó a la calle Fomento 9. Esta expresión “Fomento 9” alcanzó en Madrid resonancias terribles que ponían la piel de gallina. En los primeros días de noviembre de 1.936 Schlayer pudo visitar esta famosa checa acompañado del Delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja. Pudo comprobar que en 8 celdas diferentes estaban encerradas un total de 65 personas, hombres y mujeres de todas las edades. Decidió entonces mantenerse en contacto constante con las diferentes cárceles, con visitas casi diarias a unas y a otras.

La Guardia Civil había sido “politizada” en la zona roja, poco después de estallar la guerra civil y quedó rebautizada como “Guardia Nacional”, ya que los padres del nuevo desorden que ahora llevaban el timón, odiaban hasta su venerable nombre. Lo que ocurría en las prisiones por entonces, puede deducirse de la descripción escrita por uno de los presos que facilitó una visión de conjunto de sus vivencias y que entregó a Félix Schlayer cuando y estaba refugiado en la Legación Noruega, decía así: “Nunca se me olvidará; eran las doce del mediodía del 30 de noviembre de 1.936. En nuestra celda, como en las demás, se presentó un grupo de individuos acompañados de algunos jóvenes con pistolas; y, con ellos, uno que se presentaba como jefe y que debía de ser un Comisario de la checa de Fomento 9, comunista. Con ellos, entraron en las celdas dormitorio dos vigilantes de los presos, así como un jefe de milicianos, llamado Díaz, cuya presencia en relación con este episodio nadie podía explicarse, si bien, más adelante, pude experimentar, de modo directo, cuál era la razón de su aparición entre nosotros.

Una vez hecho el recorrido, hicieron formar a los presos como para pasar lista en el centro de la galería donde, con gestos extraños, se reunió junto a nosotros el enigmático Díaz y entonces comenzó a hablar el Comisario: “¡salud a todos! La República se ve amenazada por el fascismo, que ha intentado suprimir la libertad del pueblo e imponerle su yugo. El Gobierno legítimo de la República reclama de vosotros que, en la medida de vuestras fuerzas, la defendáis con el fusil, con el pico o con la pala, llenando sacos terreros o abriendo trincheras. El que esté dispuesto ¡que dé un paso adelante!”

Se produjo un silencio impresionante, un cruce rapidísimo de miradas. Unos 80 dieron el paso adelante, otros 20 se quedaron donde estaban; entre ellos yo. En ese momento mi vida pendía de un hilo. Entonces el ya mencionado Díaz, con ademanes medrosos y, procurando pasar inadvertido, se puso discretamente detrás de mí y me susurró: “¡Da el paso, de ello depende tu vida!” yo di el paso al frente y entonces, al verlo, también lo hizo el Teniente Coroneel B.F. y tuvo suerte, pero cuando otro quiso hacer lo mismo ya no pudo, porque le observaban. En medio del horror de todo lo ocurrido, tenía yo al menos la satisfacción de haber salvado la vida a uno que se guió por lo que yo hice”.

En la prisión de Ventas los dormitorios estaban clasificados por profesiones; uno estaba ocupado por oficiales, otro por clérigos. A los oficiales se les planteó asimismo la alternativa antes descrita, pero ni uno solo dio el paso adelante. A ellos, junto a todos los que no lo habían dado, los sacaron de la cárcel la noche siguiente a las dos de la madrugada, sin más trámites y sin más ropa que la de dormir, en camiones y con las manos atadas a la espalda, al cercano cementerio municipal de Madrid, situado al este de la ciudad, donde los fusilaron contra la tapia. En conjunto corrieron esa suerte en aquella noche, 180 hombres, todos procedentes de esa prisión. El relato del informador del Sr. Schlayer continúa y lo transcribo para hacer pasar a la Historia con toda su desnudez, los hechos reales de aquélla época:

“Son las cinco y media de la mañana del 2 de diciembre de 1.936, en la galería reina una calma absoluta, aunque no duerme nadie. De repente se oyó un ruido de llaves y dos voces. Una de ellas llama “¡ordenanza!” y le dice al preso que desempeña ese cargo: “abre las celdas de aquellos a quienes yo llame”. Llevaba 11 papeletas en la mano y la alumbraba con su linterna eléctrica. Daba muestras de tener mucha prisa por llevarse a la gente a la que había venido a buscar. Todo ello acompañado de palabrotas. Los desgraciados a quienes habían llamado salieron fuera, y, con ellos un suboficial de la Policía Militar que era el que hacía de jefe del dormitorio. Todos se portaban como valientes porque ya preveían la suerte que les esperaba. Para ocupar el puesto del suboficial, me eligieron a mí que resulté ser el más joven entre los jefes de sala de prisión y, tenía que responder de ciento un hombres, hacer por ellos lo que buenamente podía frente a los abusos de los milicianos y levantar el abatimiento de mis camaradas. ¡Y además tenía que cumplir los últimos deseos y encargos de los desgraciados que partían!

¡Qué día aquél! Y ¡qué noche, a la espera de que amaneciera! y con la inesperada responsabilidad que se me había venido encima. Eran las cinco y media de la mañana del día dos de diciembre. Llevábamos hora y media oyendo entrar a los camones que venían a recoger a más gente que el día anterior. Oigo dar vueltas a la llave en la cerradura de la verja de hierro y pasos en la galería. Una voz me llama ¡Responsable! Salgo y me veo al celador de la CNT, el peor de todos, con su linterna y la papeleta amarilla en la mano para llevarse a otros 17. Cojo la papeleta y me quedo sin prisa, entro en las celdas de los que había llamado evitando que entrara el celador. Así pude hacerme cargo de sus últimos deseos y encargos; me entregaron cartas, fotos, anillos. De lo que más les costaba deshacerse era de las cartas de sus madres y de sus novias, etc. Sin embargo, en medio de mi dolor, tenía la satisfacción de poder hacer llegar todo ello a sus familias y de ser yo quien les comunicara la suerte corrida por los suyos.

A uno de los llamados no podía levantarlo del colchón, porque era víctima de un ataque en el que había perdido el conocimiento. Aún me parece ver su mirada errante de un lado para otro, sin un punto en que fijarla, que parecía la de un débil mental. Sólo a mí me miraba, como si quisiera que le dijera la verdad. Yo le alcé un poquito, pero volvió a caer pesadamente sobre el colchón. El celador estaba furioso por el retraso porque tenían mucho interés en acabar con esa expedición antes del amanecer. Entretanto, bajaron los dieciséis y como el diecisiete no volvía en sí, tuve que bajar a la enfermería a llamar a un médico, también preso, que le puso bajo la nariz no sé qué sustancia de fuerte olor. No volvió sin embargo, en sí, pero entonces el celador todo irritado dijo que había que sacarlo, aunque fuera a rastras. Con tres camaradas levanté el cuerpo sin vida, lo vestí y lo llevé allí donde ya estaban reunidos los demás compañeros.
¡Qué horror! ¡Ese momento no se me olvidará en la vida! En la sala de reunión de la cárcel, 40 hombres, mejor diría “bandidos” armados con fusiles con bayonetas y uniformados con abrigos de cuero, gorros rusos y otros aditamentos de cuero, mandados por un individuo que llevaba un capote azul claro correspondiente a un Oficial de Caballería, vigilaban a los desgraciados, de los que anteriormente me había despedido. Pude ver que les habían quitado las mantas de cama, que eran propiedad privada suya, y las habían amontonado en un rincón, así como el jabón, la pasta de dientes, los peines, etc. pero lo peor era la retirada de sus documentos que juntamente con otros objetos, hubieran servido para identificarlos. Los ataron, no como otras veces, es decir de dos en dos, codo con codo, sino individualmente, juntas las manos a la espalda, con cordeles muy finos que les hacían un daño horrible. Ni el Director ni ningún Oficial de Prisiones se dejaron ver en ninguna parte.

Al entrar con mi compañero enfermo, sin sentido, y querer llevarlo a uno de los coches, me gritó uno de aquellos camaradas “¿A dónde vas con el? Lo llevo al auto. No, déjalo ahí, ¿Qué le pasa? Que le ha dado un ataque y está como un pelele, no se tiene de pie. ¡Déjalo ahí!, dijo señalando el montón de mantas. Allí lo dejé tumbado, sin sentido como antes. Recuerdo las palabras llenas de crueldad, pronunciadas por uno de esos tíos, señalándolo: “¡A este ya no le da otro ataque!”
Aquella mañana se llevaron en total a 23. Nunca se me olvidará la despedida de esos desgraciados destinados a encararse con la muerte. De ello estaban convencidos, pero iban con paso firme, valientes como si no fuera con ellos. Me abrazaban y cuando yo caía en sus brazos, también en mi crecía un espíritu de valentía. ¡Adiós, hasta que Dios quiera! Les decía al oído. ¡Qué dolor, sentir el ruido cada vez más lejano de los motores de esos camiones, en los que unos patriotas españoles honorables iban al encuentro de la muerte por manos asesinas!” (Continuará).

José Cuevas,


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