MEMORIA EN SU MEMORIA (V)


FELIX SCHLAYER DESCUBRE LA MATANZA DE PARACUELLOS.

Guiándose por lo que se rumoreaba, oyó algo acerca de un pueblo que estaba a unos 20 km de Madrid, Torrejón de Ardoz, en la carretera de Alcalá de Henares. Se fue hasta allí y se reunió con un antiguo conocido, agricultor y se encerró en su casa con él. Muy turbado, el hombre no quería hablar. Estaba sobrecogido por el horror reinante y le dijo que a él mismo, le habían llevado ya para matarlo y que sólo debía la vida a la intervención casual de otros; que le habían quitado todo y que apenas se atrevía a pisar la calle. Le habían asesinado a un hermano, empleado de comercio en Madrid. A Schlayer le costó mucho trabajo y hubo de darle muchas garantías de su silencio incondicional, así pudo sonsacarle que había oído que algunos autobuses torcieron en dirección al río Henares y que otros, según contaban habían ido hacia Paracuellos del Jarama, que estaba en otra dirección. No sabía más detalles.

Acudió Félix a otra persona para que le concretara estas noticias, pero se encontró con que negaba lisa y llanamente tener el más mínimo conocimiento de aquello, de lo cual dedujo que en aquél pueblo la consigna dada era “silencio o muerte”. Se fue luego a hacer una visita a la cárcel de Alcalá y allí se encontró con el Encargado de Negocios de Argentina, D. E. Pérez Quesada, con el cual había compartido frecuentemente tareas humanitarias. Le hizo partícipe de sus averiguaciones y le invitó a ir con él, pues Schlayer estaba decidido a desviarse en el viaje de regreso y, pasara lo que pasara, a encontrar a toda costa aquél ominoso lugar.

Se mostró dispuesto a acompañarlo y fueron un par de kilómetros por la carretera secundaria desde el pueblo de Torrejón hasta el puente sobre el Henares. Allí había junto a la carretera una casa solitaria que antes fue una modesta casa de peones camineros. La casualidad quiso que aquella casa fuese precisamente la misma que en el año 1.905, el anarquista Morral tomó su último aliento en su huida por los campos, después de haber arrojado la bomba contra la carroza real el día de la boda del Rey Alfonso XIII. En ella tras correr de una patrulla de la Guardia Civil, se suicidó con su pistola.

Delante de esta casa había algunas mujeres sentadas, con unos niños jugando. Cerca de ahí, se bifurcaba un camino rural y uno de sus ramales bajaba hacia el río, en dirección a un castillo del siglo XVIII, llamado Castillo de Aldovea. El cauce del río es profundo, en aquel lugar y su orillas están abundantemente cubiertas de árboles y de vegetación de monte bajo. Félix sospechaba de ese camino en el que, sin embargo, no se veían huellas del paso de coches que, por lo demás, hubieran tenido que apreciarse, pues hacía mucho tiempo que no llovía.

A las preguntas que, con precaución, les hizo acerca de los autobuses que habían pasado por allí el domingo anterior, las mujeres respondieron, tímidamente, que ellas eran forasteras, recién trasladadas en esos mismos días, desde sus pueblos, y que no habían observado ni oído nada. Continuaron conduciendo río arriba hasta una casita solitaria. Afortunadamente sólo estaba en ella la mujer. Esta les contó sin apuros que, efectivamente, el domingo por la mañana pasaron un buen número de autobuses, llenos de hombres procedentes de Madrid, que torcían para entrar en el mencionado camino rural. Al poco tiempo empezó un tiroteo que duró toda la mañana. Eso era en el lecho del río muy cerca del castillo. El lunes temprano, aún vino otro autobús con unos pocos.

A continuación transcribo literalmente las palabras de Félix Schlayer:

Luego fuimos por el camino vecinal en dirección al castillo y observamos el lecho del río. Debido al espesor de la arboleda no pudimos dar con el lugar, ni siquiera yendo de pie. A continuación fuimos hasta el castillo en el que yo entré. Allí estaban los hombres que custodiaban un establecimiento de doma caballar alojado en dicha finca. Pregunté por el “responsable”. Afortunadamente no estaba allí. Luego me dirigí al único que estaba de guardia, que era un miliciano, y le pregunté sin rodeos donde habían enterrado los hombres que fusilaron el domingo, dando por sabido lo ocurrido.

El hombre empezó a hacerme una descripción algo complicada del camino. Le dije que sería mucho más sencillo que nos acompañara y nos enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y nos condujo hasta el lugar. A unos ciento cincuenta metros del castillo se metió en una zanja profunda y seca que iba del castillo al río, y que llamaban “Caz”; era una antigua acequia. Ahí empezaba en el fondo de dicha zanja, un montón de unos dos metros de alto de tierra recientemente removida. Lo señaló y dijo: “aquí empieza”. Había un fuerte olor a putrefacción: por encima del suelo se veían desigualdades, como si emergieran miembros, en un lugar asomaban botas. No se habían echado sobre los cuerpos más que una fina capa de tierra. Seguimos la zanja en dirección al río. La remoción reciente de tierra y la correspondiente elevación del nivel del fondo de la cacera tenía una ¡longitud de unos trescientos metros! ¡Se trataba pues de la tumba de quinientos a seiscientos hombres! Tal como aún pude sonsacarle al miliciano, aquello había transcurrido de la siguiente manera: los autobuses que llegaban se estacionaban arriba de la pradera. Cada diez hombres, atados entre sí de dos en dos eran desnudados, o sea que les robaban sus cosas, y enseguida les hacían bajar a la fosa, a donde caían inmediatamente que recibían los disparos, después de lo cual tenían que bajar los otros diez siguientes mientras los milicianos echaban tierra a los precedentes. No cabe duda alguna de que, con éste bestial procedimiento asesino, quedaron sepultados gran número de heridos graves, que aún no estaban muertos, por más que en muchos casos les dieran el tiro de gracia.

Ruego al lector que se detenga unos minutos procurando concentrarse en la imagen del tremendo suceso que acaba de leer: una mayoría de hombre jóvenes, en la flor de la vida, pendientes en todas las fibras de su ser, de los suyos, de sus padres, madres, esposas, novias, hijos, sin haber infringido ninguna ley humana, se venían arrancados de una vida honrada y asesinados por sus compatriotas, aquí, al borde de una fosa, a pleno sol, sin haber visto antes nunca a sus verdugos y tras haber sido robados y, después fusilados y enterrados, habiendo visto correr la misma suerte a sus amigos, parientes o camaradas; y todo esto, únicamente por pertenecer a otra “clase”. Puede uno imaginarse la desconfianza y la desesperación de estos pobres seres con respecto a la Humanidad. ¿Cabe juicio condenatorio más terrible que el que merece la insensatez de semejante lucha de clases? ¿Quién podría alegar excusa alguna, basada en sentimientos humanitarios, para un gobierno que se atreve a inducir a esas atrocidades, o en todo caso, a consentirlas y al mismo tiempo, tenga la cobardía de querer disimularlas o encubrirlas?

Sólo me faltaba esclarecer las demás actuaciones asesinas. Mis anteriores acompañantes no mostraban mucho afán por caer en ese avispero, así que el domingo por la mañana, una semana después de los hechos aquí narrados, salí para allá con mi joven y animoso conductor y un “adolescente” de setenta y cinco años, de origen portugués, que había sido secretario mío y que ya no tenía mucho aprecio a la vida.

Dejamos atrás el aeropuerto de tráfico civil de Barajas y cruzamos el Jarama hacia Paracuellos. Este pueblo está maravillosamente situado en una elevación perpendicular al valle de dicho río, desde el que se disfruta de una vista espléndida de Madrid y su meseta, así como de la sierra de Guadarrama, más al fondo. Al llegar yo, había en un lugar, entre las casas de aquél pueblo y el declive abrupto de la meseta al valle, un grupo grande de hombres con escopetas de caza y fusiles al hombro. Me acerqué a ellos y les pregunté acerca de las posibilidades que había en el pueblo para comprar patatas para el Cuerpo Diplomático. Replicaron, recelosos, que en ese pueblo no había patatas y que tendría que ir como a diez kilómetros más allá para encontrarlas. Me volví hacia el panorama que se disfrutaba y dije, que quería admirar aquella vista, ya que no conocía el pueblo y sus alrededores.

Así empecé a andar paso a paso a lo largo del borde del mismo del brusco declive, donde vi a alguna distancia un corte profundo como un barranco que me pareció muy sospechoso. Dejé a mi “señor mayor” con los campesinos para que los entretuviera y distrajera, pues enseguida me di cuenta de la actitud, más bien de rechazo, en donde se habían dado órdenes severas y no se fiaban de mí, de modo que de aquella gente no se podía sacar nada. Dos de ellos me siguieron y me dijeron: “No vaya Ud. Hacia esa parte, que están queriendo probar una granada, y puede explotar de un momento a otro”. Ahora lo veía claro. Sonreí y dije “Estoy muy acostumbrado a las granadas, no me asustan” y continué mi camino.

Al borde del barranco vi a tres muchachitas sentadas que me parecieron más normales que aquéllos herméticos labradores y aparentando no perseguir finalidad alguna, me fui hacia ellas. Los labradores entonces las llamaron diciendo que volvieran enseguida porque ahí fuera había peligro. Pero yo ya me había adelantado tanto a mi “guardia de honor” que pude aún alcanzar a solas a las muchachas en su trayecto de vuelta y preguntarles, como si de algo muy sabido se tratara: ¿Dónde han enterrado el domingo pasado a toda la gente que mataron aquí? A lo que una pequeña de unos doce años señaló enseguida hacia abajo, al barranco: “Ahí abajo en el barranco”. Mientras que la otra, de unos dieciséis años, que seguramente ya sabía más y estaba más aleccionada, añadió rápidamente: “pero eran muy pocos como unos cuarenta solo”. Entonces me dije yo: “¡Vaya, pues autobuses había unos cuantos!”, a lo que ella replicó manteniéndose en lo dicho: “No, era muy poca gente, igual que otras veces que han matado a algunos aquí fuera, pero sólo a muy pocos, añadió ¡para restablecer el orden, como estaba mandado!”

Entretanto, las llamadas de los hombres se hacían terminantes, que se alejaran de corriendo de allí. La situación se estaba poniendo crítica ya que esos hombres se daban cuenta de que no era precisamente el paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les saludé amistosamente y me fui.
Íbamos en el coche por una carret5era que seguía el trazado del río, entre éste y el mencionado declive escarpado de la meseta, hacia el pueblo de Cobeñas y yo recorría con la vista el terreno del barranco pero no podía ver señal alguna clara de tierra removida. Entrar en el barranco para investigar, parecía, en verdad, demasiado peligroso ya que los labradores seguían en lo alto del cerro con sus escopetas en actitud amenazadora, observando mi coche, no ya con desconfianza, sino con rabia. Seguí, pues, hasta que un recodo de la cadena de colinas nos ocultó a sus miradas. Una vez allí me dirigí a una casa de labor grande, donde aún había arados de vapor que yo había suministrado hacía ya más de 35 años y, con el pretexto de volverlos a ver, entablé amistad con el actual propietario. Llevé la conversación a los recientes acontecimientos, pero aquél señor parecía efectivamente, no haberse dado cuenta de nada, a pesar de que vivía a sólo cinco o seis kilómetros del lugar de los hechos.

Retrocedimos para tratar de averiguar algún indicio, que nos proporcionara nuevas posibilidades de  información. Tuve suerte: cuando, ya en el viaje de regreso, al no ver señales de lo que buscaba, había dado orden de regresar a Madrid, me encontré, en el Puente del Jarama con un joven de unos dieciocho años que volvía de haber estado arando con sus dos mulas en dirección al pueblo. Le paré y le pregunté con aire inocente, donde habían fusilado a tanta gente el domingo anterior. Señaló que hacia la parte del otro lado del río, detrás de nosotros y dijo: “Más allá, al otro lado, bajo los “cuatro pinos”. Pero no fue domingo, ¡era sábado! Hice que me señalara cuáles eran los “cuatro pinos” entre los pinos que se veían y aún le pregunté: “Y ¿cuántos vendrían a ser?” “Muchos” me contestó, a lo que añadí ¿Cómo seiscientos? “Más” me dijo él “¡Todo el día estuvieron viniendo autobuses y dodo el día estuvimos oyendo las ametralladoras!” Di media vuelta y recorrí de nuevo en coche la carretera a la vera del río.

Quería detenerme en los “Cuatro pinos” pero no pude, porque allí había tres tíos con fusiles, haciendo de centinelas. Por ello, mandé conducir despacito a todo lo largo y vi claramente dos montones paralelos de tierra recién removida que iban desde la carretera hasta la orilla del río, unos 200 metros de largo cada uno. Hasta entonces no los habíamos descubierto, porque, quedaban frente al barranco, al otro lado de la carretera y no en el mismo barranco. Los que dispararon lo hicieron, por lo visto de espaldas al río y en dirección al barranco y las zanjas que se habían cavado con anticipación precisamente a tal efecto. Se me confirmó después que las matanzas se habían efectuado exactamente, como al día siguiente en Torrejón, con la única diferencia de que los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente con tierra los cuerpos como en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero también sin hacer distinción entre muertos y heridos. Continué con el coche un poco más allá, volví otra vez y recorrí de nuevo, despacio, esas dos horribles tumbas masivas. De los tres centinelas, uno llevaba ahora, en la mano, un par de botas que, por lo visto había desenterrado entretanto.

Ya sabía bastante. Regresamos, pero por el camino identifiqué en el pueblo de Barajas, en la ladera del cerro donde se halla en cementerio, otra fosa masiva más pequeña que se había preparado el mismo día que las de Paracuellos. Por lo visto se habían llenado éstas más deprisa de lo que los asesinos suponían por lo que, al final de la tarde, aun tuvieron que liquidar y enterrar el resto de las víctimas, a mitad de camino en Barajas. Al día siguiente, o sea el ocho de noviembre, tuvieron que buscar otro lugar cómodo de enterramiento y lo descubrieron en la cacera de Aldovea, Torrejón. (Continuará).

José Cuevas,





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