MEMORIA EN SU MEMORIA (IV)


EL MONSTRUOSO CRIMEN. (Los preludios de Paracuellos)

En la noche del 6 al 7 de noviembre de 1.936 el Gobierno se había “evaporado” sin hacer ruido, ni dejar rastro. Nuestro querido Félix recogió por la mañana al Delegado del Comité de la Cruz Roja y se fueron juntos en coche a la cárcel Modelo. Se encontraron con barricadas de adoquines extraídos de la misma calzada y milicianos de guardia con la bayoneta calada, en la entrada, prohibiendo su acceso. Dentro de la plaza cerrada había gran número de autobuses. El centinela se oponía a que pasara el vehículo que llevaba a Schlayer, sin embargo este al no aparecer el Cabo de guardia, ordenó al chofer a que pasara, sin que interviniera el centinela. No encontró al Director, pero sí preguntó al Subdirector el significado de todos esos autobuses, Le respondió que habían venido con objeto de trasladar a unos ciento veinte oficiales a Valencia para evitar que cayeran en manos de los nacionales. Por lo demás no había novedad.

Schlayer no dudaba de aquél hombre, pero sí de la verosimilitud de sus informaciones, por lo cual decidió moverse por otras instancias en busca de la verdad. Reinaba el caos. La noche anterior el Gobierno se había ido, en secreto, a Valencia y con él el Director General, Manuel Muñoz, un nombre que habría que marcar con fuego. El Gobierno se había marchado, sin notificárselo al Cuerpo Diplomático y sin pedirle que le acompañara. ¡Eso es un precedente sin precedentes! Acudió Schlayer al Ministerio de la Guerra, donde se encontraba el mando militar, recién nombrado, al frente del general Miaja que les recibió enseguida. Le pidió protección y seguridad para los presos y le contó todo lo observado en la cárcel Modelo. Miaja les prometió todo: “ a los presos no les tocarán ni un pelo”.

Tras esperar la reunión con los representantes de los partidos del Frente Popular, donde se iba a nombrar la nueva “Junta de Defensa de Madrid”, apareció el recién elegido, un hombre joven, alrededor de veinticinco o treinta años, un “camarada” robusto, con un rostro de expresión más bien brutal y se presentó como el nuevo Delegado de Orden Público. Pertenecía a las Juventudes Comunistas, la más encarnizada e insensible de todas las organizaciones proletarias. La tal autoridad, se llamaba Santiago Carrillo, con el que tuvieron una conversación muy larga en la que recibieron toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias con respecto a la protección de los presos y el cese de la actividad asesina, pero con el resultado final por todos percibido de una sensación de inseguridad y de falta de sinceridad.

A propósito de esta conversación, convendría destacar, además, la afirmación categórica que manifestó Carrillo, de que Madrid se defendería mientras quedaran en la ciudad dos piedras una encima de otra y un hombre que pudiera sostener un fusil y que únicamente se podría tomar cuando no quedara sino un montón de escombros. Tal es, ahora como antes, el espíritu que domina en los dirigentes rojos españoles. La destrucción es, en todos los campos, parte importante de su programa y, la envidia, y el resentimiento su móvil esencial. Lo que sí tuvo cierta gracia fue que al separarse del Delegado de Orden Público y sin darse cuenta, Schlayer al coger sus papeles, cogió una copia de una orden secreta de Largo Caballero, en la que se decía que el Gobierno, “con el fin de poder seguir cumpliendo su principalísima misión en defensa de la causa republicana, había resuelto alejarse de Madrid y confiar a Miaja la defensa de la capital a cualquier precio”.

Cuando Schlayer, cerca de las once de la noche salía del interior de la cárcel otra vez al patio, se sorprendió el interminable aluvión de hombres con cascos de acero que penetraban por la puerta. Su aspecto era totalmente distinto al de los milicianos. Se trataba de la primera “Brigada Internacional” que veía, llegada aquel mismo día a Madrid. Experimentados en múltiples servicios prestados en la Guerra mundial, franceses, polacos, checos y también nórdicos, quizás hubiera caído la cárcel en manos de las tropas nacionales en los siguientes dos o tres días, de no ser por esa gente, con lo que se hubieran salvado los presos que aún quedaban (de tres a cuatro mil).

Los detalles de cómo se efectuaban los transportes de presos le intranquilizaban a Félix. En los días que siguieron, iba tomando cuerpo la verosimilitud de un crimen de dimensiones inauditas. Recogió información en otras prisiones y pudo comprobar que en San Antón y en la de Porlier se habían producido, asimismo, “sacas” sospechosas. En la primera 180 hombres con dirección a Alcalá de Henares, en la última 200 para Chinchilla. Pronto pudo averiguar que de los 180 con destino a Alcalá solo llegaron 120. ¡A unos 60 les asesinaron por el camino!.

Ahora se trataba de aclarar lo ocurrido con los otros 1.200 procedentes de la cárcel Modelo y de la de Porlier. Consiguió obtener comunicación con el penal de San Miguel de los Reyes en Valencia y con el de Chinchilla, a cuyos desprevenidos Directores preguntó cuántos presos procedentes de las cárceles de Madrid habían ingresado en sus establecimientos penitenciarios durante la última quincena. En ambos casos la respuesta fue la misma: ni uno sólo. Por si acaso telefoneó a la prisión principal de Valencia, de donde recibió Schlayer la misma información.

Ahora estaba claro: habían asesinado a 1.200 persona a las que habían sacado de las cárceles con dicho fin. La realidad fue que de San Antolín salieron tres autobuses, uno por la mañana, otro a mediodía y otro por la tarde. El primero y el último llegaron intactos a Alcalá, los presos del segundo o intermedio fueron asesinados sin excepción. Entre ellos estaban los mejores apellidos de España y, sobre todo militares, oficiales elegidos para víctimas con arreglo al buen parecer de los comunistas. Eran hombres a los que nunca se había juzgado, ni si siquiera acusado. Estaban presos desde que estallaron los disturbios y, hasta entonces, se les había considerado como rehenes. (Continuará).

José Cuevas,






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