MEMORIA EN SU MEMORIA (XI)


INFORMACION DEL FRENTE. ¡LA COBARDIA O LOS COBARDES! ATAQUE AL ALCAZAR DE TOLEDO.

Durante el mes de octubre de 1.936 Félix Schlayer comenzó a visitar, con algunos colegas, el frente que iba retrocediendo cada vez más. A un alemán que lo hubiera visto y estado allí, todo aquello le parecería de lo menos marcial. Con el Encargado de Negocios argentino se acercó una hermosa mañana de domingo al frente de Toledo. Los nacionales habían tomado la ciudad pocos días antes. No había ni baterías, ni trincheras, ni alambradas, nada, sólo tierra desnuda. A los milicianos se les veía vagando por el pueblo, aunque eran muy pocos. En el pueblo de Olías había camiones y milicias; varios salían para Madrid cargados de milicianos, pero seguramente sin permiso de ninguna clase por parte de sus oficiales.

Cuando nuestro Félix y acompañantes ya estaban a un kilómetro de Olías, vieron un buen número de Guardias de Asalto, cuerpo de Policía recientemente fundado por la República con formación y armamento militar, sentados en una cuneta. Se detuvieron y salieron del coche. Les saludaron con mucha alegría, varios de ellos habían estado durante mucho tiempo encargados de la custodia de la Legación Noruega. Les preguntó: “¿Pero, ¿qué hacéis aquí, tan lejos del pueblo y del enemigo?” Contestaron con cierta malicia, haciendo gestos intencionados: “Cuando se arma allí delante nos envían a estos campos y hacemos fuego contra nuestros chicos cuando quieren empezar a retirarse”.

Entonces dijo Félix: “¿De veras?, ¿son tan cobardes esos chicos? Ellos contestaron: “Tan pronto como los otros empiezan a disparar, echan a correr escapando”. La desbandada retirada de las milicias se la describió a Félix Schlayer el compañero argentino, que la contempló con sus propios ojos. Había estado allí durante el asedio del Alcázar, poco antes de la caída de Toledo. Fue al anochecer, cada vez se intensificaban más los ataques. Tenía que caer el Alcázar: tal era la orden de Largo Caballero, el insigne Presidente del Consejo de Ministros, que se había desplazado personalmente al efecto. En esta se dio la señal de asalto, y saliendo de sus parapetos se abalanzaron hacia adelante, los que mandaban y los milicianos que les seguían desconfiados.

Llegaron al portón del soberbio Alcázar. No se produjo acto de defensa alguno desde la fortaleza. Irrumpieron en el patio interior. No se oyó ni un solo tiro procedente del otro lado. Al parecer la cosa estaba madura para el asalto. De repente se descargó un fuego rabioso de ametralladoras que aniquiló a los intrusos. Atolondrados, todos aquellos que podían correr, se abalanzaron fuera del patio, más allá de la explanada, como locos cuesta abajo. Arrasaron a su paso cuanto encontraron en las posiciones, llevándose por delante incluso a los Diplomáticos que se vieron arrastrados. No se detuvieron hasta pasar varios bloques de casas que quedaron entre ellos y el Alcázar.

Uno de los diplomáticos recibió un tiro preocupante en el cuello y tuvieron que operarle allí mismo. Al día siguiente los periódicos ofrecían al lector la gloriosa ofensiva al Alcázar, que por fin ya se había conquistado hasta el último rincón. El Cuerpo Diplomático convino con Largo Caballero sacar del Alcázar a las mujeres y a los niños y que se acogieran en Madrid en el edificio del Paseo de la Castellana bajo la protección de las banderas de todos los países representados en Madrid. El Embajador de Chile se trasladó al efecto a Toledo y presentó su petición al Comandante de la Plaza. Este le declaró que el Gobierno de Madrid nada tenía que decir en Toledo. Ahí quien mandaba era el Comité Local.

La mencionada autoridad suprema de Toledo estaba instalada en un convento abandonado. El Embajador fue recibido con recelo y antipatía. No querían soltar de sus garras a las víctimas del Alcázar, tan apetitosas. El Embajador se refirió a loa Convenios con el Presidente del Consejo de Ministros. Se le replicó que esos convenios no tenían validez en Toledo. Mientras el Embajador discutía con ellos al respecto, oyó procedente de la sala contigua, una voz chillona, de mujer. Era la judía Margarita Nelken, que daba un mitin y decía a gritos que, por encima de todo, había que eliminar a las mujeres y los hijos de esos canallas del Alcázar, sin sentimentalismo alguno. ¡Era precisamente la nidada, el engendro, la semilla de esa canalla, lo que había de desarraigar para siempre! El público gritaba expresando su asentimiento, de forma tal que el Embajador apenas si podía oír a su interlocutor.

De repente compareció personalmente su Excelencia, el señor Presidente del Consejo de Ministros, Largo Caballero. La ocasión era favorable para el Embajador que ahora disponía de un testigo de altura para sus convenios y ahora era cuando se iba a ver quién mandaba en Toledo. Largo Caballero le dio amistosamente la mano y prestó durante un momento atención a su pregunta de quién mandaba de veras en Toledo. Pero el bueno de Largo Caballero ya no podía resolverlo, tenía sin remedio que marcharse enseguida a otro sector del frente y volver, después a Madrid. Allí no tenía tampoco, en verdad, nada que hacer, pero por lo menos no se lo echaban en cara y, se fue.

El Embajador a última hora de la tarde, acompañado del todopoderoso Comité al otro lado del parapeto más avanzado. Intentó hablar con el Alcázar directamente mediante un megáfono. Pero no era posible. No se le entendía. Finalmente probó a hacerlo uno de los hombres del Comité. Sus voces sí se entendieron mejor. Desde el otro lado se le gritó en contestación, sin rodeos, que las mujeres y los niños estaban muy bien y que, por supuesto preferían esperar la entrada de sus amigos los nacionales, en los sótanos del Alcázar, junto a sus maridos y sus padres, que en un convento de rojos. Cuando terminaron de dar la respuesta comenzaron los bramidos, procacidades y desplantes de los milicianos.

Entró como parlamentario también al Alcázar, el Jefe del Estado Mayor Teniente Coronel Rojo, ahora General Jefe del Gran Estado Mayor en Valencia. Al atardecer, Rojo se anunció por la megafonía. Se le contestó que podía presentarse sólo y desarmado. Se dirigió por la mañana, sólo y con las manos en alto. Le permitieron el paso y le condujeron con los ojos vendados, al sótano donde estaban reunidos sus antiguos compañeros. Trató con ellos durante tres horas, pero no consiguió nada. El Alcázar era nacional y continuaría siéndolo hasta la liberación de Toledo, tal fue la respuesta que recibió.

Rojo aseguró a sus camaradas, con lágrimas en los ojos, que pensaba como ellos, pero que tenía a su mujer y a seis hijos en manos de los rojos, en calidad de rehenes con miras a su actuación, y que no tenía más remedio que subordinar sus acciones a dicha coacción, porque no tenía valor para exponer a su familia al asesinato.

Precisamente a estos vergonzosos medios recurrieron también los rojos frente al Coronel Moscardó, el defensor del Alcázar. El Comandante local socialista llamó al Coronel al Alcázar por el teléfono que aún funcionaba. Le dijo que su hijo de veinte años, le iba a hablar y que si el Coronel no entregaba el Alcázar, lo ejecutarían. A continuación el padre dijo a su hijo, que el deber para con la Patria primaba sobre todo lo demás, le animó a aceptar la muerte con valentía y le dio su bendición. Al joven lo ejecutaron, ¡Ni siquiera bastó, tamaña grandeza de ánimo para avergonzar a esos bolcheviques!
La mala impresión que causaban las tropas de milicianos era siempre la misma en cualquiera de los sectores del frente a donde Schlayer acudía, al pueblo se le engañaba día a día en los periódicos, con triunfos inventados, ¡y el pueblo se lo creía! El cinismo de dichos cabecillas iba tan lejos que cuando la caída de Málaga y en una manifestación pública, Álvarez del Vayo llegó a decir: “¡Gracias a Dios, ya nos hemos librado de Málaga! ¡Un dolor de cabeza menos! ¡Esta derrota nos traerá ahora triunfo y medio!” El pueblo engañado y enloquecido, se lo tragaba todo. (Continuará).

José Cuevas,







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